— No se camina así nomás, hijo,
tienes que saludar y pedir permiso a la montaña. Buenos días abuela, voy a
pasar por tu territorio, me vas a cuidar, así vas a decir.
Tenía cinco años y junto a mi madre caminábamos en
dirección a los cultivos de papa ubicado casi en la cima de la montaña. El frio
de las nueve de la mañana quemaba más mis cachetes rojos que empezaban a
rajarse. ¿Será que hay una abuela dentro la tierra? Me preguntaba mientras
saludaba en voz alta a la montaña siguiendo la instrucción de mi madre.
— Si no saludas, si no le pides
permiso, puedes pisar donde cayó el rayo y te puedes enfermar. También te
puedes caer y tu ajayu se puede escapar. Por eso es bien importante saludar.
— Pero mami ¿Y cómo sé dónde está
la abuela dentro la montaña para saludarla? tengo miedo de pisarla y
lastimarla.
La ingenuidad de mis primeros años citadinos me hacía
comprender a la montaña y a la abuela como
cosas separadas. Una abuela para mí tenía el rostro, las manos, las trenzas, la
pollera y la manta de doña Francisca Mamani, la madre de mi madre, mi abuelita,
que siempre me consentía con mucha comida, y una montaña era un concentrado de
piedra y tierra con bonitos paisajes, animales y de muy difícil acceso a la
cima.
— No hijo, la abuela es toda la
montaña. Ahorita mismo estamos caminando sobre ella, por eso estamos llevando
hojas de coca y alcohol para que pueda pijchar y beber. Ella nos cuida y hace
que nunca nos falte el alimento.
Ya estábamos en la mitad del trayecto. Esta vez los
bordes de mis labios empezaban a agrietarse, pero me tranquilizaba saber que el
sol ya estaba cada vez más cerca de nosotros. Mientras agilizábamos el paso,
intentaba anexar las nuevas enseñanzas de mi madre con otras más antiguas.
— Entonces mami, ¿la montaña tiene
hambre y sed como nosotros? ¿Y llora también como la papa? ¿Te acuerdas que
alguna vez me dijiste que no hay que lastimar a la papa en la cosecha porque
ella llora?
— Claro hijo, la papa, la oca, la
quinua, como muchos otros productos del campo son hijos de la abuela, por eso
sienten, por eso nos alimentan bien, por eso hay que cuidarlos y agradecer su
producción. La montaña vive, a veces tiene sed y a veces tiene hambre, a veces
puede estar triste y otras veces puede estar feliz.
A mi corta edad, cada palabra, cada detalle que mi madre
me contaba se graficaba en mi cabeza bajo escenas casi surrealistas. Imaginaba
una gran montaña con mucha hambre, imaginaba que los huecos que hacían las
vizcachas eran los ojos de la abuela, que el gran pozo de agua era su boca y
que la extensa vegetación era su pelo. Una montaña que vive, que siente, que
nos protege.
— Todos esos son frutos de la
abuela, hijo. ¿Recuerdas el rio que está
cerca de la casa, dónde ponemos la papa para hacer tunta? Esa agua es el cariño
de la abuela.
Poco a poco comprendía la vitalidad del entorno. La
importancia del respeto y del cuidado de los frutos de la abuela. Confieso que
sentí un poco de temor al descubrir cómo relacionarme con la montaña, con los
productos agrícolas, con el rio. Tenía miedo de ser irrespetuoso, de despertar
la molestia de la montaña.
— Mami, ¿Qué pasa si nos olvidamos
de saludar, de dar de beber y comer a la abuela? ¿Ella nos castiga?
— Si nos olvidamos de ella
tendríamos sequías. Los animalitos pueden morir o enfermarse. El olvido es el
peor castigo que podemos dar a nuestras abuelas.
—¿Nuestras abuelas? ¿Hay varias?
— Cada montaña es una abuela, hijo.
— Pero, ¿cómo es que ellas llegaron
a existir?
Para cada pregunta siempre había una respuesta, mi madre
sabía lo que decía porque así lo aprendió de su mamá, y su mamá de su abuela y
así de generación en generación. Ya agitada la voz por la subida, mi madre,
doña Hilda Mayta Mamani, me contó, a casi seiscientos pasos de los cultivos de
papa, el origen de las abuelas:
— Hubo un tiempo muy lejano donde los primeros hombres y
mujeres vivían en la oscuridad; no conocían la luz y eran seres muy distintos a
nosotros. Los seres que poblaban estos suelos eran mezclas de diferentes
especies. Existían seres con cuerpos de hombres y con cara de puma o cóndor, o
con alas y ojos de serpiente. Había personas con patas de llama y con brazos de
plantas. Eran seres que podían volar y sumergirse en la tierra; algunos eran
gigantes y otros muy pequeños. Eran los ch’ullpas, los primeros pobladores de
la tierra.
En un determinado
momento, llegó el rumor de que nuevos seres vivos llegarían a ese mundo con un
resplandor que jamás habían visto en sus vidas. El rumor decía que estos nuevos
seres y su luz llegarían desde el Oeste. Por ello, todos construyeron sus casas
con las puertas direccionadas hacia el Este, para protegerse. Sin embargo, la
luz brillante apareció por el Este del territorio y, junto con la luz, una
pareja de humanos tal como somos nosotros ahora. Los ch’ullpas vieron por
primera vez sus propios cuerpos, sintieron miedo al ver la claridad y se
escondieron; unos en los cielos, otros en los ríos y lagos, otros adentro de la
tierra, y muchos se quedaron paralizados y petrificados, convirtiéndose en
montañas.
Esta montaña por la que
estamos caminando ahora, hijo, y las que ves alrededor, eran siete hermanas de
esos tiempos. Dicen que tenían ojos de vicuña y trenzas muy gruesas. Se
quedaron juntas y no se separaron, a pesar de que el sol al principio las
atemorizó. Ya convertidas en montañas, aprendieron a convivir con el sol y los
nuevos hombres, creando un vínculo de respeto y cuidado. Por eso, estas
montañas son las protectoras y dueñas de este territorio desde la época de los
ch’ullpas. Ellas han visto muchas vidas pasar por aquí, son antiguas y eternas,
por eso las llamamos abuelas. Por eso confiamos en ellas para el alimento y el
cuidado.
Después de la historia, finalmente llegamos a los cultivos de papa; el sol calentaba nuestros rostros. Trataba de imaginar cómo se habrían sentido esos primeros seres vivos al ver la luz y reconocerse tal como eran. Ahora que escribo estas líneas, considero que los rayos de ese sol de la mañana hicieron que yo también me descubriera. Me di cuenta de ser parte de un mundo donde cabían otros mundos que había que respetar y agradecer. Desde entonces, mi vida se sentía mejor al saber que, además de la protección de mi madre, contaba con el cuidado y la protección de las abuelas, de las montañas.
Por Roger Adan Chambi Mayta[1]
[1] Este texto fue publicado originalmente en idioma portugués en la
revista brasileña Cenarium. Link: https://revistacenarium.com.br/as-avos/